Escalofríos

13 de diciembre, 2017

Empecé a temblar de frío súbitamente. Me metí en la cama y me cubrí tanto como pude. La noche había descendido muy rápido, porque así terminan los días en invierno. Las cobijas no me quitaron los escalofríos, sino que parecieron aumentarlo. A pesar de que helaba afuera, me di cuenta de que eso no era el motivo de mi agitación. Era tu ausencia, y ya no era consciente de cuánto tiempo llevaba así.

Vivía una contradicción: la lejanía de tu piel era la que me producía escalofríos, pero el instante mismo en que me tocabas también. El amor vuelve intrascendentes las sensaciones del clima: por eso en la costa soportan dormir con los cuerpos pegados en una hamaca y en los bosques habrá quienes presuman jamás haber pasado una noche fría. Por eso las estaciones iban y venían mientras nosotros seguíamos. Cada época del año tenía su luz, su oscuridad, sus claroscuros y sabores.

No habrá café ni placer oculto que te saque de mis pensamientos, ni sueño reparador que me devuelva una cordura que quizás nunca existió. Podría vivir sin ti, meterme en nuevos caminos sin preguntar nada, pero no lo deseo. Seguiría encontrando melancolía en las aves que cada tarde van a dormir a los árboles y seguiría inventando las penas de las hormigas que caminan debajo de mí. Pero los escalofríos seguirían. El calor se volvería una aberración inútil. La música más un veneno sutil, que un consuelo espiritual.

Me dijiste que hallabas más a Dios en un paisaje y que los hombres podrían acordarse más de él en una cantina que en misa de ocho. Es cierto. Podríamos pensar que vivimos en mundo condenado, que seríamos aplastados al instante y que nunca llegaremos a ser realmente buenos. Soportaste mis faltas y yo las tuyas. Hicimos penitencia felizmente. Nos dedicamos a vivir sin pensar en el propósito de la vida, para no morir de dudas o de tristeza. Me pediste que no dejara que las explosiones no reinaran en mi mente. Admito que están congeladas y que mi espiritualidad anda errante.

Los templos te causan cierta frialdad, los sentías vacíos. Una noche cualquiera me dijiste que nuestro colchón tenía algo de espiritual, que tenía brazos que nos mantenían a salvo de nuestras propias pesadillas. Mentira, éramos nosotros mismos los que nos cuidábamos de cosas inexistentes. De cualquier forma, me negaría a tirar este colchón, aún si lo siento cansado de nuestros cuerpos. Sólo nosotros sabemos cómo rezar en este templo, cómo hacer que el cielo descienda en nuestros propios deseos.

No he querido ir a caminar entre los bosques, como de costumbre. Llevo algunas noches viendo fuego en la luna, he intentado fotografiarla sin éxito. Añoro el mar, pero temo que me ahogue sin tocarme. Así como ahogabas mis dudas en un instante y me sumergías en un estado de tranquilidad casi psicodélica que me hacía sentir tirado en el césped escuchando el Dark Side of the Moon de Pink Floyd.

Hay caricias que circulan por las venas sin haber tocado la sangre y palabras que sin pensarlo se vuelven más amargas que alguna especia árabe. No has dejado marcas, ni cicatrices, sino auténticas tormentas caóticas y bellas. Tienen aroma a naranja, hablan con imágenes en todos sepia y azul. Son fuente inagotable de nostalgia, de lágrimas y sonrisas peregrinas en cualquier momento del día. No he contado cuántas has dejado, se mueven de un lado a otro sin control.

Explícame alguna vez cómo dominas tu ternura, porque no lo he entendido: esa inusual esencia de tus palabras, de tus gestos en cualquier momento. La razón por la que todos los que intentan describirte lo hacen mal: se quedan cortos o exageran. Incluso yo me siento inseguro de hacerlo de forma correcta. Te escapas de cualquier teoría, eres mito sin sobrenaturalidad.

Quería que mojaras mis labios con vino, déjalos secar.  Y que contemplaras mi cuerpo en la mañana con una delgada capa de hielo, como la que yace sobre vidrios, tejados y autos cuando apenas sale el sol. Que congelaras mis pensamientos como las fuentes muertas por el frío. Diles al resto que no esperen una sonrisa idiota de mí todo el tiempo y que la ciudad no me haga tropezarme con mis propios pasos. Sé que te veré en cada reflejo, en cada semáforo entre las personas que cruzan, vienen y van.

Tenía miedo de despertar de un sueño premeditado, que había durado demasiado. Los sueños no se rigen bajo nuestro tiempo: puede transcurrir una eternidad en tan solo unos minutos con los ojos cerrados, y que un instante se congele por varias horas, como si hubiera sido capturado por la mente de un artista. Pensé en tu arte y en la sutil inquietud que me producía. Hacías una geometría sagrada, que se volvía rítmica, dinámica, como una corriente de viento.

En este espacio que aún es nuestro, las fronteras son confusas. Tu lado de la cama aún permanecía intacto, no quería tocarlo. Nuestras formas de querernos permanecían en silencio, las fotos nuestras aún sin revelar. Las ilusiones parecían desvanecerse, para después volver a nacer. No encontraba el camino en una oscuridad a la que jamás le había temido. Mi cuerpo seguía ahí, paralizado. Mi mente en todas partes, menos en mi cabeza.

Tuve de nuevo un escalofrío. Como cada vez que vienes hacía mí y me haces sentir bien. Placer indescriptible, inconfesable, sin explicación necesaria ni suficiente. Habías ido sólo por un vaso de agua, sin prestar atención a los fantasmas ociosos de la casa. Volviste a la cama, a mi lado. Tu ausencia fue, quizás, de unos minutos. Pero el tiempo contigo es tan relativo como en los sueños. Sólo los escalofríos les ponen medida a nuestros instantes.

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