Desvanecer

7 de diciembre, 2017

Me di cuenta de que el año se terminaba y que cada vez menos cosas me importaban. Mi edad era relativa, mi vida se medía por los días perdidos y el humo eterno que parecía girar en torno a mis ojos. El trabajo había dejado de ser molestia para pasar a ser un espacio vacío de voces y tareas que nunca terminaban. La tarde del miércoles, que había sido mi infructífero día de descanso, quise dar un paseo después de comprar fruta en el mercado. No me apetecía quedarme a mirar videos en mi celular por horas, como de costumbre. Mis músculos pedían moverse un poco.

Caminé cuesta arriba, hacia la carretera vieja donde aún permanecía un mirador, que había sido abandonado y en el que ya nadie quería poner un puesto. Las autopistas matan los caminos tradicionales, y los condenan a la tristeza del olvido conservando en el asfalto toda su nostalgia. Las tormentas invernales habían parado ese día: teníamos un respiro para no sentirnos congelados todo el día, con una lluvia fría inconsistente.

Me senté en el borde, con mis pies colgando. Vi mis piernas escuálidas y toqué mis cachetes de ardilla. No era capaz de maquillarme sin sentirme ridícula, o de ponerme una falda sin sentirme un muñeco de paja. Las nubes blancas habían descendido a mi barrio, a lo lejos se distinguían las calles infinitas de la ciudad. Caminé sin pensar en nada en especial. Ni siquiera pensé en el último ex novio al que no le dediqué ni una sola lágrima, o a la tristeza que me causó ver un incendio forestal el domingo pasado.

Sentí que alguien venía a mis espaldas y me di la vuelta. Estaba un hombre alto, de piel morena, con el cabello largo y descuidado con una extraña túnica gris. Tenía la mirada caída, pero pude distinguir sus ojos aceitunados que me miraron con melancolía. No pronunció palabra, tenía la boca seca y los labios partidos. Sus manos eran grandes, pero blancuzcas. Había unas protuberancias que salían de su espalda. Al mirar con más detalle noté que eran extremidades cubiertas de plumas raídas: eran alas.

Nunca había creído en los ángeles, aunque se habían puesto de moda en los últimos años; incluso mi madre tenía un calendario de ellos que compraba religiosamente cada año. Pero al mirar a ese hombre con alas, no pude pensar otra cosa…tampoco dirigirle la palabra. Él se acercó al borde del mirador y contempló la vista como quien está atado al suelo. Pensé que quizás estaba cansado de volar por un largo rato.

Me miraba insistentemente, creyendo, quizás, que me postraría ante él o le dedicaría una plegaria como cualquier mujer religiosa. Pasaron unos minutos hasta que me habló: “No espero que me pidas nada, ni siquiera protección o consuelo. Tú estás decepcionada, pero sin expectativa. Y yo sólo estoy melancólico.” Su voz era suave como un pañuelo, segura, como salida de una caverna. “Y sí, soy un ángel, los hombres-pájaro son un engaño”.

Me preguntaba cómo un ser superior podría sentirse como un humano. Me leyó la mente: “No soy un ser superior. Ustedes los humanos siempre creen que lo que viene del cielo es superior. No. Sufro al igual que el resto de los seres vivientes. Vivo sin temor a la muerte, porque sé que en el final de los días me volveré materia dispersa. Mientras tanto trabajo y siento, como tú”. Lo miré con mayor intensidad, sus alas se removían inquietas y desprendían polvos de colores. Portaba una espada, tan delgada como hoja de bambú.

“Nos imaginan puros, blancos, figuras griegas de piedra vueltas carne. Pero la creación toma muchas formas. Soy un ángel feo y eso no me entristece. Tú eres una mujer bonita y vives triste.” Sólo sonaba el viento. Por un momento me sentí asustada. Noté que desprendió con facilidad un pedazo de piedra del mirador y lo paseó entre sus manos: tenía mucha fuerza sin inmutarse. “No creo en ti y sin embargo existes, ¿qué dices de eso? ¿Acaso eres mi ángel de la guarda?”, le pregunté.

Él sólo rio, y su risa le devolvió un poco de la gloria celestial que debía representar. “No soy tu ángel de la guarda, ni tampoco hago milagros. A algunos afortunados les toca tener uno, porque no pueden con su vida por ellos mismos, y los milagros sólo son obviedades para nosotros. ¿Te imaginas lo triste que sería para nosotros tener que cuidarlos a todos, encariñarse y al final verlos morir? Nunca hemos querido eso”. A veces necesitaba sentirme protegida pero esta vez no. Entendía su disyuntiva.

Le pregunte su razón de estar cansado. Él respondió: “Es fatigoso y triste llevar tantos mensajes negativos. Los románticos dirían que todas las respuestas están ahí en el universo, para quien quiera leerlas. Y lo están, pero no todos saben interpretarlas. Muchos de nosotros tenemos más labor de mensajeros que de protectores. Y eso harta”. Noté que su boca estaba cansada quizás de hablar tantas cosas, o de mostrar pureza. Quizás estaba sucio de sí mismo.

“Y si me arrojara en este momento al vacío, ¿me salvarías?” Él dudó, se acomodó con dificultad en un extremo del mirador: “No lo sé. Mi instinto me diría eso, pero quizás tu voluntad y tu destino sea terminar con tu vida así. Y no sé si tendría que intervenir. No sería el héroe que te salvaría incondicionalmente, sino el que lo haría cuando tenga que hacerlo. Sé que tu pregunta es ociosa, no tengo porque temer.” La respuesta, en lugar de inquietarme, me produjo una extraña sensación reconfortante.

La tarde parecía no agotarse. Hablábamos con grandes intervalos de silencio. Él soportaba mis cuestionamientos ociosos con cierta ironía. Recuerdo su aroma de héroe cansado y su indiferencia frente a la ciudad. Me dijo que me ahogaba en un vaso de agua que yo misma me servía cada día y que podría reír de mi ingenuidad, pero que se contenía por respeto. Evitó hablar del amor y de la dirección de la vida: “Sería darte respuestas antes de tiempo que entenderías mal. Conténtate con vivir”.

Un gran viento polar sacudió los gigantescos árboles detrás de nosotros y cayeron algunas ramas. Entró tierra a mis ojos y cuando los pude abrir, el ángel empezó a desvanecerse en pedacitos hasta fundirse con el aire y caer en pequeñas partículas hacia la ciudad. Días después, les hablé de un hombre con esas características y todos parecían conocerlo, pero ninguna versión coincidía. He visto a un ángel desvanecerse frente a mis ojos y yo sigo aquí, sintiendo el viento invernal cada tarde.

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