El Director

25 de agosto, 2015

Vuelve a acomodarse en su silla cuando la puerta que está enfrente de él se cierra. Siente que el traje le aprieta un poco, pero no demasiado. Tiene las cosas que necesita, bien organizadas, en un gran escritorio que intercala madera y cristal. Notas dispersas y fotografías con personas que cualquiera reconocería en un segundo. Su nombre escrito y reluciente en una superficie metálica. Está en su oficina, en su trono.

Ladea la cabeza y hace un gesto que revela toda la soberbia que lo acompaña desde que despierta hasta que se queda dormido en el sillón viendo televisión. Su celular suena, tal y como lo hace cientos de veces en el día. Se da el lujo de ignorar, mentir o persuadir en cada llamada y cada petición. Él se siente importante, los demás lo aceptan.

Sabe que tiene poder: se enorgullece, se regodea y lo presume cada que quiere. Las “pequeñeces” que lo hicieron temer tanto en el pasado ya no tienen lugar porque ahora nada podría derribarlo. Se siente felizmente atado a la cúspide y a los demás, los ve como hormigas que dan vueltas en círculos. No cree ser afortunado ni tampoco lo agradece, un librito de autoayuda le dijo que era su destino.

Ha visto su nombre impreso en los grandes espacios públicos y en los gigantescos foros económicos. En esos lugares le gusta encontrarse con los que, él cree, son sus iguales: los sonrientes millonarios que aparecen cada mes en las revistas de negocios. “Todo el mundo habrá de querer ser como ellos”, pensó alguna vez, “si fuesen lo suficientemente inteligentes, darían todo por alcanzar el éxito, el reconocimiento, el poder”.

Tiene también el fantástico don de ordenar. Usa su voz grave y su certero dedo índice para indicar a sus subordinados lo que él considera pertinente. Ellos obedecen, sin chistar, aunque les parezca mala idea con tal de agradarlo y ganarse algún beneficio extra. Él a veces no recuerda sus nombres. Y cuando la frustración por la falta de remuneración crece a finales de la semana, los bares se enriquecen con los empleados.

Aunque esté en la cima, sabe que tiene jefes e intereses a los cuales responder. No importa, todo siempre ha estado bajo control. Con toda su perspicacia e información que recibía de los chismosos profesionales supo cómo mantenerlos complacidos a todos y mantener un fuerte grado de independencia. Mientras las cuentas bancarias en Ginebra y las Islas Caimán siguieran creciendo, no habría de qué preocuparse.

La seguridad le preocupaba demasiado hasta que ordenó traer una habilidosa escolta personal compuesta por gente que había abandonado la policía años atrás. Confía en ellos a plenitud, son eficaces y fríos. Jamás pierden el objetivo. Hubo un solo error, hace dos años: el más paranoico de sus guardias disparó su arma ferozmente cuando creyó ver una amenaza. Las balas volaron por todos lados e impactaron a un niño. Nada que no se arregle diciendo que fueron tiros al aire, con el visto bueno de la fiscalía.

Su familia, según él, le causa más dolores de cabeza que alegrías. Su matrimonio hace años que sólo existe por el puro documento; su esposa y él se miran con indiferencia, se distraen con su fortuna creciente. Sus hijos deambulan entre los placeres del libertinaje y la opulencia. Trató, sin mucho interés, de detenerlos hasta que pensó: “Ya vendrán a mí, para seguir satisfaciendo sus deseos tendrán que disciplinarse. Serán mi orgullo.”

Dice que siempre consigue lo que quiere. Que no hay diferencia entre necesidad y capricho. Algunos caricaturistas lo han inmortalizado como como un cocodrilo astuto y codicioso. No le desagrada esa visión de depredador; sin ella se sentiría indefenso, presa de los demás. Le agrada ver gestos de temor en los demás cuando usa la crueldad para conseguir algo. Se cree implacable.

Las horas pasan rápidas frente a su computadora. Controla todo diligentemente hasta que llega la feliz hora que él mismo se concede para retirarse: las 18:00. Habla brevemente con las personas que encuentra y les exige más velocidad en su trabajo. Responde dudas con órdenes certeras y desea, hipócritamente, una buena noche.

Todo ha ocurrido así, sin novedad. Se dirige al estacionamiento con dos de sus guardias. Se dirigen hasta un lujoso Mercedes-Benz, uno de ellos toma el lugar de chofer y comienza el breve camino a la mansión. Todo se mantiene en silencio, aparentemente no hay nada que decir. Por la ventana sólo se ve el sol caer en una ciudad que florece en el caos.

Se mantiene normal hasta que el ostentoso automóvil gris comienza a perder potencia y no responde a los acelerones cada vez más fuertes del chofer. Se orillan para mirar qué pasa. Él suelta una serie de improperios y les pide a los otros solucionar el problema de inmediato. Por si las dudas, manda traer otro de sus autos y considera en llamar a la grúa.

Desciende del automóvil y se da cuenta de que está frente a una vieja alameda que nadie se ha preocupado de remodelar. La gente transita impasible bordeando los caminos. Algunos ociosos reposan en las bancas o en los escalones del quiosco que se mira a lo lejos. El lugar le produce repugnancia y comienza a imaginar cómo se vería todo eso con un diseño de jardín inglés.

Al pasar los minutos, ni sus hombres consiguen arreglar el auto ni tampoco llega el de reemplazo. Desesperado, decide ir a caminar discretamente. Supone que nadie distinguirá su rostro regordete y sofocado ni tampoco su camisa arremangada sobre sus brazos. Sabe que es probable que lo asalten, pero sigue sintiéndose protegido porque sus escoltas no están lejos.

Sus pasos lentos y apáticos lo llevan hasta el quiosco. Observa las bancas rotas y el pasto que crece sin control en las jardineras. Ese mundo ya le es ajeno, pero le provoca cierta nostalgia del pasado que intenta desaparecer, ese en el que su vida se resumía en la sencillez y en la incertidumbre de si habría un nuevo día. Contrarresta esas sensaciones con su creencia de que la pobreza es voluntaria.

Aún ahí no cree haber perdido el porte dominante. Los vecinos del lugar rehúyen a pasar al lado de él por algún motivo. Nadie puede tocarlo…hasta que el brutal impacto de un balonazo saca todo el aire de su prominente barriga y lo hace doblarse sobre sus piernas, entre maldiciones mentales, con un gesto de dolor.

Fueron unos niños jugando al fútbol. Lo miran asustados y piensan en disculparse, pero les gana la risa al ver a ese hombre colorado por la falta de aire y sus frustrados intentos de alcanzarlos con sus manos. Ellos siguen jugando y corren libres, el juego continúa y ese incidente será algo que recuerden alegremente cuando vuelvan a sus casas al anochecer.

Cuando recupera la compostura ya los niños están muy lejos. Cree que no tiene caso ir a buscarlos: si sus madres supieran, los regañarían sin mucha voluntad y terminarían riendo entre dientes. Se siente vulnerable otra vez por culpa de un ridículo balón. El incidente lo motiva a terminar su breve paseo por el lugar y volver a su auto averiado.

Finalmente escucha un sonido que lo hace feliz: el motor arranca, pero sus hombres ya no están reparando nada. Uno de ellos se asoma por la ventana, lo mira a los ojos, le hace una seña con el dedo medio y remata con tres disparos de su pistola al aire entre carcajadas. Recuerda que todos ellos son protegidos por la fiscalía y otras oscuras figuras. El Mercedes-Benz se pierde entre los otros automóviles y el robo se consuma con total cinismo. Tal y como él normalmente actúa.

La furia apenas lo deja moverse y busca infructuosamente su celular en la bolsa de su saco. No está, tampoco su billetera. Quizás se le cayó o lo dejó accidentalmente en el auto. Está incomunicado y sólo en medio de esa solitaria alameda cuando está a punto de anochecer. Comienza a invadirlo el temor y trata de recordar alguna vía segura para volver caminando a su mansión, pero no piensa con claridad.

Comienza a soplar el viento de principios de otoño que alborota los árboles y hace al polvo arrastrarse. Le cala los huesos y le alborota el cabello. Los faroles se prenden y se proyecta su sombra, pequeña e insignificante. Todo le parece más grande y aterrador, debe ser el propio miedo apoderándose de su visión y su orgullosa mente.

Su fortaleza resulta de cristal y la soledad lo hace arrodillarse desconsolado. Desea que lo saquen de esa pesadilla que él alimenta cada segundo. Su trono se desmorona y su corona sale volando por los aires.  Algunos miran de lejos la fabulosa escena del hombre en su miseria despojado de su falso poder y su inexistente gloria. Por las malas, se siente humano otra vez. 

Deja un comentario