Despertar

11 de agosto, 2015

Sabes que no tienes opción. Como cada día, tienes que olvidarte del cansancio con el que despiertas para enfrentarte a un nuevo día. Si te quedas en cama, la vida se te va. Nada te levanta el ánimo. Sólo está la oscuridad antes del amanecer y tu reflejo en el espejo mientras observas tu rostro impasible y somnoliento. El agua en la cara, la cafeína y las pastillas raras que tomas aseguran que no caigas por las escaleras al bajar de tu apartamento o que se te olvide llevar la cabeza.

Tratas de pensar en el trabajo mientras te diriges a la parada del transporte público. Todo se vuelve desafiante y temes que tus capacidades se vean rebasadas por ese campo de batalla, al que tu jefe-grácil y sonriente-llama competencia. No falta quien te diga que no debes dudar de ti mismo, pero tú te conoces y no puedes confiar tan ciegamente.

Cada mañana te encuentras gente desconocida en la parada. A algunos crees haberlos visto regresando a sus casas por las noches o comprando pan; de otros, no tienes ni la menor idea. Sin embargo, todos viven cerca de ahí. Todos se miran en instantes efímeros para voltear a otra parte sin decirse nada. No fluye una conversación espontánea porque todos están inmersos en sí mismos.

Luego de un rato, el autobús llega con una calma que desespera a los que tienen prisa. Todos pagan y abordan. El chofer hace el primer coraje del día cuando alguien le paga con un billete arrugado de $100. Mira con desdén al pasajero y le entrega el abundante cambio sin dar las gracias. Tú le pagas y tratas de recorrerte en el estrecho pasillo, donde algunos estorban con sus espaldas o mochilas.

El camino es largo, aunque a ti ya se te haya hecho corto con el pasar de los meses y años. Antes te gustaba mirar por la ventana, observar a los automóviles, a la gente apresurada y a los tamaleros en sus bicicletas con la misión de alimentar a la ciudad. Ahora te parece un tanto indiferente y crees que no hay gran diferencia entre un día otro. Los lunes y viernes siempre son caóticos; los demás días, indiferentes.

Normalmente, los auriculares son tu único remedio para evitar las serenatas mañaneras de la estación de radio que le gusta al chofer. Pero esta vez, no deseas ponértelos. Sabes que, si en este momento tomaras tu reproductor de música, ninguna canción te convencería. No tendría caso.

Conforme el camión va atravesando algunas avenidas, algunos pasajeros descienden y otros tantos se suben. La mayoría de los que están sentados duermen recargados en lo que sea. Se suben también algunos ancianos; los afortunados ganan la oportunidad de sentarse y los otros tienen que soportar el peso de los años en sus huesos mientras ven a algunos de los pasajeros falsamente adormilados.

Luego de pasar enfrente de una primaria, buena parte de los pasajeros se bajan. Son los padres con sus niños y sus mochilas gigantescas. Bajan con sus uniformes monótonos y las voces de prisa en sus oídos. Les hace más felices ver a sus amigos que cualquier otra cosa; les entusiasma más el recreo que cualquier lectura del libro de español.

Y así, finalmente, consigues un lugar pegado a la ventana. Faltan unos veinte minutos para llegar. Decides matar el rato leyendo unas cuántas páginas de la novela que cargas cada día desde hace dos meses. Cuando la buscas, te das cuenta de que la has olvidado en algún lugar. Te frustras. ¿En qué ocuparás ese tiempo ahora?

Los pensamientos ociosos y profundos comienzan a invadir tu mente al ver la oportunidad. Tus gestos cambian. Ya no sólo es la preocupación laboral, sino también las cosas que piensas al bañarte por las noches o aquellas que no te dejan dormir. A veces crees que son ridículos sentimentalismos: tan ridículos que te causan un espasmo de dolor y otro de diminuta esperanza.

Sabes que todos tienen sus problemas. Sabes también que no importa qué tan malos parezcan los tuyos, porque siempre habrá alguien que la viva peor. Piensas que si los cuentas, se harán grandes y terminarán por devorarte. Pero en momentos como estos, piensas que de nada sirve ocultarlos. Siempre aparecen para cubrir el espacio de los tiempos muertos.

No soportas mucho más esas sensaciones ni la manera en que aprietas con tu mano derecha el asa de tu bolsa al recordar ciertas cosas que aún no puedes explicar. Piensas en evadir…burlar esas ideas que pretenden arruinar otra vez el comienzo del día. Sabes de algo que podría funcionar, que podría transportarte a escasos pasos de tu lugar de trabajo en muy poco tiempo.

Sí, eliges cerrar los ojos como los demás. Vas a fingir dormitar cuidadosamente para no terminar en el paradero. Quizás encuentres algo de tranquilidad en la sombra de tus parpados. Lo haces y comienzas a ver las mismas luces y rayas de colores fantásticas que siempre aparecen. Tratas de no pensar en nada, pero eso es imposible. Prefieres concentrarte en detalles insignificantes.

Pero tu falso dormitar no consigue espantar a tus demonios. Todo lo contrario: fluyen, bailan, se retuercen y corren entre tu mente. Piensas que ya no hay remedio y tratas de ignorarlos con todas tus fuerzas. Parece una batalla perdida más: la certeza de que te han superado esta vez y de que tal vez no se vayan en todo el día.

Pero una cosa comienza a ahuyentarlos. Son tus propios pensamientos “inteligentes”, como tú les llamas. Comienzas a pensar en soluciones y nuevas ideas, aún con los ojos cerrados. Parecen tener sentido y la tormenta comienza a esfumarse. No parecen tan difíciles las vicisitudes después de todo y pudiera ser que al fin la vida mejore.

Te preguntas también porque no se te ocurrió antes. Porque no hiciste tal o cual cosa. Porque no le dijiste eso importante en pocas palabras o porque te ruborizaste al pensar hacer algo espontáneo. Te cuestionas porque la vergüenza o el temor detuvieron algunas de tus mejores ideas y, sobre todo, qué tan diferente pudiera ser tu propia vida.  

Pero ya no tendría caso pensar en el pasado porque ya tienes una idea de qué hacer. Dirás la verdad, lo que tengas que decir y no temerás demasiado de las consecuencias que inventa tu mente. Pensarás que no todo tiene que ser fatídico. Tratarás de darle algo de alegría o cuando menos tranquilidad a tus días. Serás libre.

Algo corta tu momento de inspiración. Un instante en que el aire corre presuroso.

Después, la ferocidad del impacto que resuena en tus oídos y después te lanza disparado contra el asiento de adelante y el marco de la ventana. Un semáforo que falló en el peor momento y dos conductores confiados. Escuchas algunos gritos y sientes un hilillo de sangre correr por tu rostro. Pierdes la conciencia y todo se desvanece. Ya no sabes si habrá otro despertar. Esperemos que sí.

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