Tóxico

23 de febrero, 2016

¿No sientes el cosquilleo entre tus dedos? Te aseguro que te hace olvidar el frío del metal sobre el que posas tu mano. Casi ríes de la ironía por el sitio donde te encuentras, pero también los nervios amenazan con desatar una demencia que creías controlada. Al lado de tu dedo índice están todos esos botones, pero hay uno en particular con el que coqueteas delicadamente.

Qué miserable es la existencia de aquellos que no tienen valor. Tú lo sabes. El peso de tu cobardía no te deja dormir, te causa escalofríos y te hace mirar espectros que aguardan en tu espalda mientras te bañas. Ellos dicen que no pudiste salvarlos y, sobre todo, que tú caíste en tu propia trampa. Dejaste de ser un hombre, te volviste un ser que camina por las zanjas como una rata asustada.

No fuiste capaz de mirarlos a los ojos porque temías a su reacción de decepción. Podían haber sido distintas las cosas. Debiste haber asumido la responsabilidad cuando te promovieron para el cargo de seguridad de la planta química. Sabías que había anomalías, se las decías a tus compañeros a la hora del almuerzo, aunque no te creían del todo. Era tu oportunidad de demostrarlo. Pero te ganó el miedo al éxito.

Era el temor a equivocarse, ¿verdad? A parecer ridículo delante de todos, a dejar que todos rieran de tu torpeza distraída. Era mejor mantener un bajo perfil, callar tu voz entre las de otros y dejar que alguien más hiciera lo que era para ti. Un conformismo silencioso. Los demás se cuestionaban, incrédulos, tu negativa a aceptar, pero no le dieron mucha importancia, lo olvidaron al día siguiente.

Fuiste el mismo de siempre, libre de riesgos de nuevo. Despertabas, peleabas por acomodarte la corbata y vestías tu traje de protección con el desgano habitual. A veces pensabas en lo que dejaste ir y tu estómago se volvía un nudo. Pero la sensación de estar a salvo te reconfortaba. Al final lo que importaba era estar seguro, ¿verdad?

Hay gente que no nace para las grandes cosas. Tú mismo inventaste esa patraña. Nadie esperaría que fueses el mejor o que llegases con una sorpresa. No era lo tuyo llegar con ideas brillantes o explosivas que revolucionaran. Más bien te limitabas a seguir una rutina de la que te quejabas después mientras fantaseabas con una grandeza inalcanzable. Era esa la condena que volvía amargas tus noches y que te traía melancolía al mirar televisión en la madrugada.

Ni que decir de tu familia, que te miraba con cariño y con un miedo que no confesaban por temor a tu desvanecimiento. No sabían nada de ti porque tu condición era vergonzosa de contar. La miseria de tus pretextos no cabía en sus historias de éxito, en sus expectativas de ti, en tus viejas glorias de las que ya no querías acordarte. Temías que te vieran reducido, diminuto, insignificante.

Dime tú, ¿qué respondías cuando te preguntaban tus aspiraciones? Un montón de ambigüedades que cabían en la boca de cualquiera, una suerte de sueños convencionales asumidos por libros de superación personal. Por eso nadie se acordaba de ti cuando llegaban las oportunidades. Sólo eras el hombre que cumplía con sus labores y obedecía órdenes. Nada de qué sorprenderse.

Los vapores de tus rutinas químicas quizás te enloquecían porque te ponías la máscara mal. Quizás por eso te dabas el gusto de rechazar a las mujeres que se acercaban a ti entre risas de un orgullo tuyo, para después extrañarlas y buscarlas inútilmente en tus momentos de soledad. Pero para entonces ya no estaban. ¿Quién habría de volver a ti?

Nada como distraerse en el trabajo, ¿verdad? Nada como sentirse útil cuando escasea la espontaneidad. Tal fue tu concentración que no hiciste caso de la incompetencia del hombre que tomó el puesto de seguridad. No escuchaste tampoco a la natural desconfianza de tus compañeros ante las anomalías que veían. Importó un carajo que ellos te dieran la razón, ya era tarde.

Era martes 16. Eso viste en el calendario cuando sonó la alerta química. El pánico te paralizó. Recordaste tus advertencias. El de seguridad no aparecía por ninguna parte. Titubeaste en ir por tus compañeros, que estaban en un laboratorio de inmersión libre de ruidos exteriores. Las piernas se te acalambraban. Mejor corriste. Supusiste que ya se habían ido. El fuego y los vapores oscuros pronto lo cubrieron todo.

Sobreviviste, felicidades. Ellos no se habían enterado. Murieron con un espasmo de confusión y terror en el rostro. Estuviste presente cuando recogieron sus cuerpos. Te llevaste su imagen a tus pensamientos cuando los cubrieron con sábanas blancas. Contuviste las lágrimas tratando de cubrir tus ojos. No cabías en ese lugar. El demonio de la negligencia reía estruendosamente en tus oídos, desbarataba tus tímpanos.

También te habías quedado sin trabajo. El nuevo encargado de seguridad murió consumido por las llamas. Su nombre fue maldecido muchas veces por no supervisar correctamente los barriles de gas viejos que tú antes habías visto. Nadie se acordó de tus comentarios o si lo hicieron, creyeron que hubiese sido cruel haberte dado la razón. No te culparon. Pero ya tenías suficiente contigo mismo.

Qué situación tan dramática, ¿verdad? Qué desgarrador mirar las lágrimas de sus familiares mientras los despedían con grandes interrogantes en su dolor. Tú te mantenías en pie, aunque sentías que un cúmulo de lava destrozaba tus entrañas y dejaba tu fútil presencia en ese lugar. Eras políticamente correcto. Desaparecías sospechas antes de que surgieran.

Ellos descansaron en paz. Tú no. Por eso llevo todo este rato jodiéndote, recordándote todo religiosamente como cada día desde la tragedia. Miro cómo aprietas tus puños, cómo emites un lamento débil que hace temblar tus dientes. Te veo tal y como temías: diminuto, ridículo, torpe…y culpable por tus temores que impidieron tu determinación. Por asumir la indiferencia para evitar la confrontación.

Decidiste volver a la escena del crimen. Evadiste a los guardias de la cuarentena que han remediado poco. Te internaste con tu viejo traje. Sabes que el filtro de tu máscara ya no durará mucho. Piensas en ellos, en tu vida, en todas esas cosas que fantaseabas por gusto. Todo yace en el vacío, consumido entre vapores venenosos. Tú mismo eres tóxico.

Te pesa el cuerpo. Quieres dejarte caer. Ahí está ese desgraciado botón. ¿Será que al fin tomes una decisión que te saque de tu propio limbo? Quizás el dolor se vuelva insoportable. Lees esas letras blancas sobre fondo rojo. “Self-Destruction”. No sabes para qué existe ese botón en el laboratorio, parece innecesario. Será que el demonio lo puso con dedicatoria para ti. Pero eso es lo que deseas hacer contigo mismo, no ves otra salida. Quieres darte la vuelta y apretarlo.

Obedeces a tus impulsos. Las manos te sudan. Tu uña roza suavemente el plástico del botón. Tomas un último impulso de aire. Lo aprietas…y tu consciencia desaparece en ese instante. Los toxicólogos salen volando por los aires. La explosión cimbra los cimientos de la ciudad. Los vapores venenosos asesinan en segundos la vida a cientos de metros a la redonda. No lo sabías, eso estaba en las entrañas del lugar. Tu determinación creó un nuevo Chernobyl.

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