Dafne Montúfar (Parte VII)

21 de enero, 2015

A la espera. Así se encontraba Dafne Montufar ante las palabras de Román, acerca de escapar, tal y como soñaban. Las cosas en la hacienda transcurrían sin mayor novedad. Egidio se encontraba de mejor humor que de costumbre, sólo una cosa pudo perturbar por momentos su estado de ánimo:

-Ya se lo dije, compadre, negociar con los gringos es negociar con el diablo. Van a dejar en puras piedras estas tierras, hizo mal.

-Ya, Gonzalo-respondió Egidio-que no les he otorgado derechos sobre todas las tierras. Además, lo necesitábamos. Nos llenaremos de oro con estos negocios.

-El dinero viene y se va, compadre. La tierra puede durar y durar. Tenga cuidado.

-Deje de preocuparse, que yo sé de estas cosas.

El compadre se encogió de hombros y la conversación continuó en torno a temas más triviales. Cierto miedo pesaba sobre Egidio, pero a pesar de todo, confiaba en que había tomado la decisión correcta. Los negocios eran consuelo para su propio vacío.

Los días comenzaron a volverse oscuros. Las nubes negras rodeaban los cerros y el valle, no se iban, pero tampoco llovía. El viento tampoco les hacía nada. La falta de luz solar comenzó a deteriorar los cultivos y los ánimos de trabajadores, capataces y del propio hacendado.

Comenzaron entonces a entonar rezos y a celebrar rosarios, como si de un difunto se tratara. Las plegarias no daban resultado, ni siquiera con la llegada de un sacerdote proveniente de la capital. La incertidumbre reinaba.

Dafne se preguntaba si el oscuro clima impediría que Román volviera o que al menos enviara algo. Ella sólo miraba las nubes y le otorgaban más dudas que respuestas. Trató de deshacerse de su ansiedad dibujando y consiguió un sombrío paisaje, aterrador a la vista.

Al poco tiempo, los capataces comenzaron a reportar robos en los almacenes. La primera medida del hacendado fue castigar con furia a los trabajadores, que juraban no haber robado en absoluto. Algunos de ellos perdieron la vida, entre sollozos o entre gritos de furia desbordada.

Se establecieron guardias nocturnas en los almacenes, dirigidas por los capataces de mayor confianza. No encontraron nada. El propio Egidio fue a vigilarlos en la mitad de la madrugada, sin encontrar más novedad que el silencio de la noche y el canto de los grillos.

El escándalo invadió la mañana siguiente. Había más robos que antes de establecer las guardias. Los capataces no daban crédito y juraban no haber pegado sus pestañas en toda la noche. Las bolsas en los ojos denotaban que decían la verdad.

Ante esa situación, Egidio y sus hombres establecieron varias trampas en todo el almacén. El sacerdote sugirió agregar cruces y santos a los costados del lugar. El hacendado aceptó de mala gana y los puso. El panorama oscuro de las nubes seguía sin irse. Las guardias fueron duplicadas y prometieron recompensas que alimentaron el empeño de los capataces.

A la mitad de la madrugada, un par de guardias cayeron sin que se escuchara un solo ruido. Los demás voltearon de inmediato. Los que portaban escopetas las dispararon en todas direcciones y los que montaban a caballo comenzaron a dar vueltas. Las luces de las antorchas se avivaron para ver a lo lejos.

Los que entraron al almacén encontraron todas las trampas inservibles. El caos reinaba, todo lo ahí guardado estaba en completo desorden. Un terror indescriptible se apoderó de los guardias que vieron el desorden. Salieron corriendo tan pronto como pudieron.

Los jinetes salieron a recorrer todos los lindes de la hacienda sin encontrar rastro alguno. Uno de ellos se acercó al río y creyó ver una silueta a lo lejos. Se aproximó con cautela con machete en mano. No veía con claridad.

Estando a centímetros y a punto de alzar tanto la voz como el machete, su caballo dio un relincho y escapó a todo galope, asustado. En un abrir y cerrar de ojos, el jinete escucho pasos veloces cruzando la ribera del río y una carcajada. Disparó su pistola hacia donde se escuchaban los sonidos. Retrocedió cuando sus piernas se lo permitieron y volvió a la hacienda. Tuvieron que curarlo de espanto.

Uno de los trabajadores, al iniciar la mañana reunió en círculo a sus compañeros. Era uno de los yaquis, traído de Sonora. Comenzó a vociferar que él sabía quiénes estaban detrás de los robos de los almacenes.

Algunos capataces se acercaron. Con aires de sabiduría, el hombre recordó algunas anécdotas de las tierras de sus ancestros. No se trataba de humanos, se trataba de otros seres. Los describió como pequeños, burlones y veloces. Verlos era peligrosísimo. Los nombró en su dialecto, pero los capataces no supieron escribirlo.

Los capataces al reportar de esto a Egidio les dieron el nombre con el que creían conocer a seres así: duendes. El hacendado en principio no les creyó, tachando esas historias de ridículas supersticiones. Pero los múltiples testimonios de la desastrosa noche anterior lo hicieron dudar.

Aún escéptico, permitió que algunos capataces y trabajadores prepararan una ofrenda para “calmar” a estos seres. Dejaron de haber desastres en el almacén y caos en las noches, al menos por un tiempo. Sin embargo, el hacendado comenzó a llenarse de pesadillas y a encontrar cosas fuera de lugar. El insomnio terminó volviéndolo su presa.

Por aquellos días, Román tramaba su plan con todo detalle. No lo haría sólo, ya que era prácticamente imposible. Necesitaba personas de confianza y para un alma solitaria como él, eso representaba un problema. Confiar en bandidos para su misión, era confiar en la muerte misma.

Se detuvo a descansar a orillas de un pequeño riachuelo, bajo la sombra de un árbol. Comenzó a trazar un eventual camino, con una piedra picuda en un pequeño trozo de arena de río. Se concentró como nunca. Sólo algo pudo sacarlo de su inspiración.

El galopar de un caballo. Román lo escuchó, se puso en pie y sacó su pistola. El caballo se detuvo y alguien, cubierto del rostro y portando un sombrero descendió de él. Se aproximó y se descubrió la cara, sonrió entonces.

Román lo reconoció y ambos se saludaron, felices. Eran dos amigos que se veían hace años, desde los tiempos caóticos que Román quería olvidar. El nombre del recién llegado era Otilio. Tenían mucho que contarse.

Recordaron viejos tiempos. Román le contó de su aventura con el Maestro y algunas andanzas desde que había tomado el trabajo de mensajero. Otilio las tomó con incredulidad al principio, pero terminó por confiar en él. Otilio también contó sus vivencias, las más increíbles relacionadas con bandidos y cosas extrañas invadiendo los caminos nocturnos. El trabajo de Otilio era distinto, era transportista, recorriendo con sus caballos kilómetros y kilómetros.

-¿Qué son esos rayones en el suelo?-preguntó Otilio.

-Es…un plan. Escucha, tengo que hacer algo, probablemente lo más importante que he hecho en mi desgraciada vida. No lo creerás, pero encontré el amor.

Otilio soltó una carcajada. No esperaba que Román Nava, al menos el que recordaba de años atrás dijera alguna vez eso en su vida. Ambos fueron fervientes creyentes de los romances pasajeros y los alababan como cosas de la vida. “¿Este hombre enamorado? …imposible” pensó.

Román le contó entonces todo lo que había pasado con Dafne, incluso antes de entablar una conversación por primera vez. Otilio interrumpió varias veces, con constantes: “¿Cómo puede ser eso posible?”. Pero Román lucía demasiado seguro para mentir.

Le contó entonces de sus intenciones de escapar, de las nuevas guardias que cubrirían las inmediaciones del lugar y de las dificultades de esa tarea. “Te necesito, Otilio, a ti y a otros cuantos” le dijo.  Román creía que la suerte le había sonreído al aparecer su amigo. Otilio veía la misión como algo difícil, particularmente por sus consecuencias. Y puso en el fuego una pregunta que Román aún no se había planteado: “Y luego, ¿qué?”.

Ambos comenzaron a pensar. Román sugirió que podrían escapar a las entrañas de la sierra, a alguno de los pueblos que aún vivían libres de haciendas, pidiendo un solidario asilo temporal. Pero no dejaba de ser temporal. Otilio continuó la idea y propuso que escaparan tan pronto como pudieran al gran puerto y se infiltraran en un barco con rumbo a Colombia o Cuba. Ambos se mostraron de acuerdo.

Otilio le habló a Román de sus viejos compañeros. Aún tenía contacto con ellos y se veían con frecuencia en la ciudad. A ellos quizás podrían recurrir. Ambos acordaron de ir a la ciudad, a realizar los preparativos pertinentes.

El viaje a la ciudad fue más corto de lo que pensaron. Uno de los tíos de Otilio que vivía ahí, financió la misión. Era un hombre viejo y sabio que vivía rodeado de libros y de viejas historias de guerras y amoríos. El hombre aprobó la idea con una frase que Román jamás olvidaría: “Si esto no vale la pena, la vida sólo sería una maldita mentira”.

Prepararon los caballos, trazaron mapas de rutas de escape por la sierra y algunos consejos de hombres de cantinas. Compraron ropas oscuras y capuchones, si no querían sufrir persecuciones durante toda su vida, debían ocultar su identidad.  Se aprovisionaron de algunas armas de contrabando.

Ya todo estaba listo, sólo faltaba que sus viejos compañeros volvieran, también eran transportistas y se mostraron ansiosos de poner de cabeza a más de un rico hacendado. Román debía avisarle del plan a Dafne, así que acordó con Otilio verse dentro de diez días en el mismo paraje donde se habían encontrado. Desde ahí, dirigirían la misión de escape.

Román emprendió el camino hacia la hacienda, tan rápido como pudo. Repasó el plan tantas veces pudo. Casi nada podía estropearlo. Requería de acciones tanto de ellos, como de Dafne.

Dafne debía salir de su habitación y permanecer escondida cerca del patio central de la Hacienda, se aseguraría de que su padre y varios de los capataces enfermaran del estómago para luego preparar una infusión que no los dejara despertar en toda la noche.

Algunos guardias probablemente quedarían en pie y de ellos se encargarían Otilio y los demás en el mayor silencio posible. Lo importante era que no hicieran sonar la voz de alarma. Román iría por Dafne. Escaparían con los demás entre la confusión de los capataces. Los rurales que el gobierno recién había enviado a los caminos podrían perseguirlos y encontrarlos, ese era un riesgo.

Para ello, Otilio crearía un rastro falso y luego escaparía entre senderos que sólo él conocía. Los demás escaparían a un profundo y oscuro bosque de altos árboles, donde era fácil perder el rastro de la persecución. Otilio los alcanzaría ahí, el camino del bosque los llevaría a las montañas, donde podrían refugiarse y donde aún no había rurales.

Román confiaba más que nunca. El plan parecía perfecto. Se escabulló entre los terrenos de la hacienda. Aún los capataces hacían guardias nocturnas para evitar robos y Román escapó con mucha dificultad de ellos.

Preparó la nota para Dafne y la dejó en un lugar que sólo ambos conocían, en un pequeño agujero que había entre las rocas de un pozo de agua al que ella acudía a diario. Respiró hondo y la dejó. Se fue a esperar cerca del río. La nota decía:

“Dafne:

Todo está listo ya. Necesito verte, necesito explicarte el plan con mis propias palabras. Serán unos cuántos minutos en el río, cerca de los árboles de durazno. Nadie trabaja por ahora esas tierras y están algo abandonadas, no creo que nadie nos vea. Te esperaré ahí cerca del mediodía. Te quiero.

Román N.”

A la mañana siguiente, Dafne acudió al pozo como cada día y con gran emoción encontró la nota. La leyó rápidamente. Desayunó ocultando su ansiedad y en cuanto el Sol comenzó a ponerse en alto, se fue hacia el río con el pretexto de dar una caminata. Un capataz se ofreció a acompañarla, pero ella se negó.

Ambos amantes se encontraron detrás de unas rocas enormes que bordeaban el río. Ella fue a sus brazos y él sintió que el cansancio del viaje se esfumaba. Le explicó el plan y las recetas para hacer caer a su padre y a los capataces.

Le sugirió preparar una nota para su padre, a pesar de que era un déspota, seguía siendo su padre. Dafne elegiría las palabras correctas para esa nota. Se despidieron con un beso, suave y prolongado. Nadie los había descubierto.

Dentro de siete días ambos volverían a encontrarse.

Cuatro días más tarde, un hombre llegó a las afueras de la hacienda por la noche, deseando fervientemente hablar con Egidio. El capataz lo dejó pasar y el hacendado aceptó hablar con aquel hombre, que le resultaba familiar.

Este hombre llegaba a vengarse, con una crueldad que ni él mismo sospechaba. Egidio lo había visto en la fiesta de Dwight Preston, pero repentinamente había desaparecido. Ambos lo atribuyeron a algún misterio, pero al cumplir la misión de simple guardia no les preocupó demasiado. No supieron algo de él después.

Este hombre, de facciones duras, además de guardia era proveedor de desgracias: era asaltante de caminos. El mismo que lideraba al grupo que había asaltado a Román aquel día. Y deseaba vengarse de él con todos los medios posibles y el primero era una sutil observación.

-Pasé días de frío y hambre, don Egidio-habló el asaltante-usted sabe que yo era guardia del señor Dwight Preston, un hombre de su entera confianza. Pero el mensajero, que usted también conoce, me jugó una mala pasada, en una afrenta por algo que vi. Me arrojó a tierras desconocidas, apenas y sobreviví.

-Si viene a hacer una denuncia de un pleito de borrachos, me temo que este no es el lugar. ¿Tengo cara de policía o de soldado?-increpó Egidio.

-No, no vine a eso. Le cuento mi historia para que sepa del hombre a quien habrá de enfrentarse. Porque ese mensajero lo ha deshonrado. Ese hombre, en medio de la fiesta, se llevó a su hija a quién sabe dónde. Yo los vi cuando querían huir y él me golpeó dejándome inconsciente. Deshonró a su hija, a usted y a toda su familia. Por eso quiso matarme. Ahora es él quien merece la muerte.

-No puede ser, no, no-Egidio se llevó las manos a la cabeza y golpeó la mesa con un gesto de rabia-ese mensajero cabrón va a desaparecer, ¡Me lo voy a chingar!

El hacendado dio una generosa recompensa en oro al asaltante, no sin antes advertirle que, si había mentido, sería el quien tendría sus días contados. El asaltante dio su palabra de honor y se fue de la hacienda, agradeciendo la hospitalidad y riendo entre dientes. Él mismo se ofreció a iniciar la persecución de Román Nava, en cuanto se diera la orden.

Egidio Montufar se detuvo a pensar y comenzó a descubrir las respuestas al misterioso comportamiento de su hija. Probablemente no habría sido la primera vez que se escaparan, algo debía de haber ocurrido antes. “Esa maldita se ha burlado de mí, me ha querido hacer idiota como siempre… ¡Nunca más!” pensó.

Llamó a sus capataces y guardias, dio instrucciones de vigilar la zona en caso de que Román se encontrara por ahí, a la espera de otra fechoría. Quería tenerlo vivo y matarlo él mismo. Sus hombres jamás lo habían visto tan furioso.

Se dirigió a la habitación de Dafne, que se encontraba durmiendo. La sacó de su cama a golpes y le pidió una explicación. Ella lo negó todo, pero su padre, ciego de furia no escuchaba y comenzó a descargar golpes contra ella.

Ella tomó un jarrón de flores y lo estampó contra la cabeza de su padre dejándolo inconsciente por unos momentos. “¡Jamás me volverás a tocar!” le gritó. Escapó tan rápido como pudo hacia la caballeriza y en el camino tomó un machete.

Un capataz vigilaba la caballeriza y recibió un golpe de Dafne, sin salir malherido. Ella tomó un caballo y escapó con dirección al río. Se dejaba llevar por su instinto que le decía que ya no había lugar para ella. Debía encontrar a Román, de la forma que fuera, temía por su vida.

Entonces el cielo nuboso por primera vez cambió. Se soltó un aguacero impresionante, como no se había visto en muchos años en la región. Era de mal augurio para los supersticiosos, representaba un obstáculo para todos los demás.

Al dirigirse hacia el puente de piedra que cruzaba el río encontró una hilera de guardias rurales a caballo preparándose para partir en busca el fugitivo. Se percataron de la presencia de Dafne y el oficial dio la orden de apuntarle. Ella descendió del caballo y alzó las manos. Todo estaba perdido.

Los rurales se acercaron y la reconocieron. Habría que llevarla de vuelta con su padre. Antes de que pudieran tomarla prisionera un disparo cortó sus voces. Uno de los guardias cayó al piso. Otro disparo y otro guardia al suelo.

Los demás se voltearon y apuntaron sus escopetas. Soltaron una carga sin impactar nada. Uno de ellos seguía apuntando a Dafne. La confusión se apoderó de los guardias. Sonó otro disparo, esta vez parecía provenir de la maleza que estaba cruzando el río. Se dirigieron hacia allá.

Dafne aprovechó la distracción del rural que le apuntaba y lo hizo descender al suelo de un golpe en la cabeza. Lo remató con una patada y el hombre no se levantó en un buen rato. De entre las sombras de los árboles, salió un hombre vestido con ropajes oscuros. Se descubrió el rostro y Dafne lo reconoció. Era Román.

-El asaltante nos delató Román, mi padre ya ha mandado buscarte por toda la región. Ha desatado toda su locura y su furia. El plan está arruinado.

-Ven conmigo, vámonos de una vez, No queda tiempo.

-No, Román, piénsalo. Tú sabes mejor como escapar de aquí, por tus propios medios. Ve con tus compañeros, diles lo que pasó. Estaré bien, mi padre me encerrará, pero sé que en algún momento me liberaré. Nuestras vidas corren riesgo ahora si estamos juntos.

-No puedo resistir la idea de que quedes prisionera mientras yo quedo libre. No puedo.

-Es mejor que terminar muertos ambos, créeme. No estaré prisionera mucho tiempo. Conozco a mi padre, me sacará de aquí en secreto. Querrá mantenerme presa en otro lugar, tratará de ser impredecible. Sólo dime donde estarás, iré hacia a ti.

-Cerca del mar, cerca de los astilleros del gran puerto. Ahí te esperaré.

-Y ahí te veré, Román. No te diré que confiemos en el destino, confiemos en la vida y sus caminos.

-Confiemos pues, en que nos llevará a encontrarnos de nuevo, de la misma forma en que nos encontramos por primera vez. Te esperaré un tiempo o vendré por ti.

-No vengas, espérame ahí. Las mujeres guardamos secretos insospechados y una convicción que rebasa la imaginación. Llegaré, Román, llegaré.

Los guardias se aproximaban de nuevo.

-Te quiero-dijo Román con la voz quebrada.

-Y yo te quiero a ti-dijo ella con lágrimas, le puso algo en su mano-ten y corre. Lee esto cuando puedas.

Los guardias llegaron, Dafne se entregó a ellos y un par la llevaron de vuelta a la hacienda, hasta toda la ira de Egidio. Ella sabía que le aguardarían días difíciles. Tendría que valer la pena, tendría que importar todo lo que vendría.

Román tomó su caballo y huyó a todo galope, derramando lágrimas por primera vez en mucho tiempo. Fue perseguido por varios rurales por varias horas sin descanso. Su caballo resistió de manera impresionante.

Al llegar al oscuro bosque Román perdió a los guardias cabalgando en un intrincado camino entre árboles y arbustos. Cuando se supo seguro, se detuvo en una roca y abrió el pequeño trozo de papel que Dafne le había dado. Suspiró y se dispuso a leer:

Román:

Como mujer, no puedo dejar de ser desconfiada. Y aunque deseo con toda mi alma que el plan salga bien, sé que las cosas pueden complicarse. He preparado esto para un caso así. Tienes que saber, que a ti ya te he entregado mi ser y que te he querido como jamás pensé hacerlo en mi vida. No importó que fuera poco el tiempo. Que me hiciste la mujer más feliz del mundo aquella noche y que quisiera tener mil de esas más. Y ahora que nuestras vidas peligran y nuestros destinos también, quiero decirte que sin importar lo que pase, siempre te habré de querer. Conseguiste derretir mi frialdad y enamorarme. Sé que esto no será en vano. No temas, Román. Confía en mí, en ti y en la vida misma. Confía en que no fue casualidad ni tampoco será lo que nos espera. Te alcanzaré Román, donde estés, lo prometo.

Con todo mi corazón,

Dafne Montufar”.

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